Cuando era niño me
encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis
papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos
creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito
era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí
la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a
explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se
pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice
caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva
era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No
sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me
queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán.
He oído que mamá ha muerto.
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